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lunes, 27 de noviembre de 2023

 

SELECCIÓN NATURAL E INFORMACIÓN BIOLÓGICA

A la hora de intentar entender y explicar cualquier aspecto relativo al origen, naturaleza y evolución de la vida, acechan dos posibles problemas: por una parte, caer en el terreno de la abstracción filosófica plena y, lo que sería aún peor, en ocasiones alejada de la realidad; pero, en el otro extremo, también corremos el riesgo de entrar en una exposición demasiado cuantitativa, trufada de datos y detalles, aunque con cierta frecuencia interpretados de forma mágica o animista, como las que atribuyen a genes aislados poderes dignos de los relatos de Tolkien. Naturalmente hay que encontrar un equilibrio entre ambas posiciones y, en mi opinión, pegarse en cada caso a la concreción de las reacciones químicas, pero siempre en una lógica de niveles integrados, evitando caer en el reduccionismo.

Así pues, se trata de encontrar la esencia o la unidad de los seres vivos sin entrar en construcciones teóricas con «vida» propia, fuera de la realidad. Para ello, lo mejor es encontrar las leyes generales de los seres vivos, y, en este sentido, podemos tomar como referentes a dos biólogos, entre otros ya citados en los capítulos previos; uno del siglo XIX, el gran Charles Darwin, que, como mencionamos en el capítulo 4, en su Autobiografía nos dice: “Mi mente parece haberse convertido en una máquina de moler grandes cantidades de datos para producir leyes generales”. El otro, actual, es el genetista del desarrollo Sean B. Carroll, que en su libro Las leyes del Serengeti comenta:

Una de las falsas creencias que mucha gente tiene sobre la biología (sin duda, por culpa de los biólogos y de los exámenes de biología) es que entender la vida requiere manejar un enorme número de datos, […] El poder del pequeño número de leyes generales que describiré aquí reside en su capacidad de reducir fenómenos complejos a una lógica más sencilla de la vida. Dicha lógica explica, por ejemplo, cómo nuestras células o nuestros cuerpos «saben» incrementar o reducir la producción de alguna sustancia. La misma lógica explica por qué una población de elefantes en la sabana aumenta o disminuye. Así, aunque las leyes moleculares y ecológicas concretas difieren, su lógica general es notablemente similar. (CARROLL, 2018.)

La reciente lectura del libro de Carroll me ha sorprendido gratamente en dos sentidos, por una parte, por tratarse de un genetista que –aun ocupándose del desarrollo, y siendo un magnífico divulgador– demuestra una extraordinaria motivación y sensibilidad por la ecología, contraria a la imagen deformada y prejuiciosa que a veces tienen algunos naturalistas de los biólogos moleculares, y viceversa. Pero, por otra parte, lo que más me ha interesado del libro es su perspectiva de niveles de complejidad en la coincidencia con Darwin, sensu lato, de “entender las leyes que regulan la vida en todas sus escalas”. En este empeño, recapitula el trabajo de algunos pioneros de la biología que se ocuparon de este problema en cualquiera de los tres niveles de ser vivo: molecular, celular y pluricelular; tanto en su vertiente de integración de un organismo, como en sus relaciones ecológicas:

[…] al igual que existen reglas o leyes moleculares que regulan el número de las diversas clases de moléculas y células del cuerpo, también hay reglas o leyes ecológicas que regulan el número y el tipo de animales y plantas que viven en una determinada zona.

Así, Carroll equipara las enfermedades de los organismos con los desequilibrios de los grandes ecosistemas, como el Serengeti o los océanos y lagos; en todos los casos son anormalidades en la regulación del número de los componentes del sistema, sean estos moléculas, células o poblaciones.

Pero lo más interesante es averiguar por qué son similares las leyes moleculares, celulares y ecológicas de la regulación, aun presentando diferencias en su concreción. El primer enunciado general al problema de la regulación de la vida es la conocida teoría de la selección natural de Darwin: “mi teoría”, como él la llamaba… la respuesta al problema de cómo se establecen los límites al crecimiento potencial ilimitado de los seres vivos. Como ya sabemos, fueron las diversas observaciones de Darwin en el viaje del Beagle, junto con sus experiencias sobre selección artificial, como criador, y la lectura del libro de Thomas Malthus Ensayo sobre el principio de la población las que constituyeron el germen de su teoría de la selección natural: los límites al número y al crecimiento de los individuos de cada especie los impone la competencia por un espacio y un alimento limitados, en la que solo sobreviven los más aptos. Pero la cuestión es ¿cómo? Desde Darwin, se ha intentado concretar qué procesos están implicados en cada nivel y caso concreto. Por una parte, la teoría sintética neodarwinista ha intentado reducir la selección natural a un mecanismo que, como un portero de discoteca seleccione quién pasa o no; esto es, solo «pasan» los portadores de la información genética adecuada para sobrevivir hasta la reproducción, dejando así esta a la descendencia como herencia. Pero, por otro lado, a la abstracción reduccionista de la información genética, presentada como frecuencias alélicas, le sigue faltando la concreción del proceso fenotípico relativo a cada caso y nivel.

En el campo de la fisiología humana, Walter B. Cannon establece el concepto de homeostasis para explicar los procesos de regulación funcional mediante los que se mantiene la estabilidad o el equilibrio interno del organismo dentro de unos determinados límites. Carroll comenta que algunos compararon este concepto con el de la selección natural de Darwin, y no puedo estar más de acuerdo con esta comparación, ya que –como he expuesto repetidas veces en varios capítulos– la selección natural no es un mecanismo para producir variabilidad, sino, más bien, la continua sucesión de ajustes posibles en el equilibrio dinámico entre los factores bióticos y abióticos de la ecósfera, en permanente interacción. Al igual que ocurre en un organismo animal, las interacciones materiales en la naturaleza están en un continuo equilibrio dinámico mantenido por la naturaleza física, química y biológica de sus factores en coevolución. La dinámica de estos factores se opone a las contingencias medioambientales resultantes de las interacciones que, en mayor o menor medida, atentan contra el equilibrio previo… el resultado de la sucesión espacio temporal de las interacciones materiales y sus continuos estados de equilibrio es lo que denominamos evolución; y esto vale tanto para la evolución biológica como para la más general de la materia.

Poco después de Cannon, y con una aproximación similar al concepto de homeostasis, Charles Elton intenta poner orden en la naciente ecología: propone que, entre los extremos de la extinción y la superpoblación, los animales regulan su número merced a la cantidad de alimento disponible, los depredadores, los parásitos y los agentes patógenos; subrayando, así, la importancia del alimento en las cadenas y redes tróficas de los ecosistemas. Pero en ambos casos, las respectivas leyes de la regulación eran más bien descriptivas de lo observado, tanto en el nivel orgánico animal como en los ecosistemas. Faltaba la concreción molecular, la explicación de cómo actúan los agentes de estos niveles de regulación.

 

Monod y el alosterismo: ¿segundo secreto de la vida?

La explicación en el nivel elemental de la vida vino del mundo microscópico de las bacterias y los virus, material fundamental en la naciente biología molecular alrededor de la Segunda Guerra Mundial. En ambos acontecimientos participaron muy activamente, incluso de una forma cuasi legendaria, dos jóvenes franceses, François Jacob y Jacques Monod. Estos dos ejemplos de compromiso con la ciencia y la libertad, cruzaron sus respectivas preocupaciones biológicas, relacionadas ambas con la inducción génica, en el laboratorio de André Lwoff. Encuentro casual y trascendental, en 1956, al ubicarse sus laboratorios en el mismo pasillo, ya que las investigaciones de Jacob sobre virus complementaron las de Monod sobre bacterias. Esta coincidencia los llevaría a desarrollar el modelo del Operón de regulación de la expresión de los genes, primero, y al Premio Nobel de Fisiología o Medicina, en 1965, junto a André Lwoff. Aunque en la concesión de este galardón se enunciara su contribución al conocimiento del control genético de la síntesis de enzimas y la síntesis de virus, quiero destacar un fenómeno descubierto por Monod en 1961, el alosterismo, relacionado con los cambios conformacionales que sufren algunas enzimas al unirse a una molécula distinta del sustrato en otro sitio distinto al centro activo; estos cambios, que modifican la actividad enzimática, son especialmente importantes en la regulación de los genes y las proteínas. Monod presentó el alosterismo como el segundo secreto de la vida, considerando que el primero era el ADN –cuya estructura acababa de conocerse en 1953–, y con ello marcó un punto de inflexión respecto a la lógica numérica pura de Cannon y Elton. La lógica de la información genética, le llevaría, unos años después, a enunciar la prioridad de la invariancia reproductiva del ADN sobre las performances teleonómicas –el logro o la ejecución conseguida, más que la función, en la jerga que Monod emplea en su libro El azar y la necesidad (1970)–, y con ello se alejaba de la lógica general de la regulación cuantitativa, per se, de los componentes del organismo humano o de los ecosistemas. A pesar de su descubrimiento del alosterismo, supeditó los agentes funcionales del nivel supramolecular de la vida, las proteínas, al determinismo genético representado por el férreo dogma central de la biología molecular (DCBM); en vez de darle prioridad a la lógica intrínseca de las interacciones específicas entre las proteínas y sus ligandos, se la concedió a la información genética del ADN.

Desde el punto de vista proteocéntrico, lo que realmente descubrió Monod fue la actuación de las proteínas como los agentes supramoleculares más básicos de las reglas o leyes que regulan cuantitativamente las individualidades en cada nivel biológico: moléculas y células en los organismos, o animales y plantas en los grandes ecosistemas. Estas leyes están implícitas en las interacciones entre estas individualidades, y en los estados de equilibrio que se alcanzan por selección natural. Lo más sorprendente del trabajo de Jacob y Monod es que la lógica molecular descubierta, que se desprende de su modelo de regulación de la síntesis de virus y enzimas, es universal y sirve para todos los niveles de la vida. Las leyes generales de la regulación cuantitativa, resultantes de las interacciones entre los individuos de cualquier nivel, son la regulación positiva, la negativa, la lógica de doble negación y la regulación por realimentación. Las dos primeras son las más intuitivas y sencillas de ver macroscópicamente a nuestro alrededor: a más hierba, más herbívoros y depredadores, como ejemplos de la regulación positiva; y, al revés con la negativa, a más depredadores, menos herbívoros… pero esta es la visión simple y reduccionista de la selección natural que queremos evitar. La realidad es mucho más compleja, todo está interconectado y en equilibrio. Así, solo con ampliar un poco el foco, en la lógica del Serengeti vemos, por ejemplo, que la irrupción del virus de la peste bovina, procedente del ganado bovino humano, redujo drásticamente el número de búfalos y ñúes, alterando gravemente todo el ecosistema: menos depredadores, pero más hierba, más incendios, menos árboles y, por ello, menos jirafas… En sentido contrario, con la eliminación del virus aumentó muchísimo la población de ñúes y, lógicamente, la de los depredadores, pero también tuvieron lugar otros efectos menos intuitivos: la evidente reducción de hierba (alimento de los ñúes) redujo el número de incendios y, por consiguiente, se recuperaron los árboles y aumentó el número de jirafas. Vemos aquí una concatenación de lógicas de doble y triple negación entre el virus y el aumento de las jirafas: menos virus, menos hierba, menos incendios… y, esto, con solo ampliar un poco el foco. Es evidente que no podemos reducir la selección natural a simples relaciones depredador presa, o poco más; a la escala de la ecósfera, la selección natural se plasma en la sucesión de equilibrios dinámicos tras las contingencias perturbadoras de las continuas interacciones entre los factores abióticos y bióticos… Y la consecuencia es la evolución, enmarañada como un telar, con su urdimbre y su trama.

Volviendo al encuentro casual de Monod y Jacob, resulta interesante seguir los pasos que los llevaron a desentrañar la lógica de la doble negación a nivel molecular. Monod estudiaba las curvas del crecimiento bacteriano en medios con distintas combinaciones de azúcares, y observó que algunos de estos requerían de un periodo de tiempo para inducir mediante su presencia la síntesis de la enzima que los descomponía; estos azúcares actuaban como inductores de la producción de sus respectivas enzimas degradadoras. Por su parte, Jacob estudiaba el extraño comportamiento de algunos virus que infectan bacterias (bacteriófagos) cuando, en vez de multiplicarse y salir de ellas mediante lisis, se quedan ocultos y silentes en su interior hasta que algún fenómeno (la luz ultravioleta, en este caso) induce su multiplicación y la consiguiente lisis celular. Ambos interpretaron inicialmente sus respectivos fenómenos de inducción desde la sencilla lógica de una regulación positiva, pero tras una serie de fracasos experimentales de esta hipótesis terminaron encontrando la solución aplicando la lógica de la doble negación. Centrándonos en el problema de Monod, el control positivo del inductor (el azúcar lactosa) sobre la síntesis de la enzima (β-galactosidasa), que lo descompone en sus dos componentes (glucosa y galactosa), es de una lógica arrolladora: la economía de la naturaleza procura la producción de algunas enzimas solo cuando su sustrato está presente. Pero esta lógica sencilla y directa responde más bien a voluntades proyectivas, como las de los humanos; por el contrario, la lógica evolucionista debe atender a los resultados sin propósito de las interacciones entre los individuos de un nivel y al equilibrio que encuentran en estas o, lo que es lo mismo, la selección natural, como acabamos de ver macroscópicamente en el ejemplo del Serengeti. Así, en ambos casos se pone de manifiesto que detrás de la apariencia de un sencillo control positivo estaba la lógica de la doble negación. Aunque para llegar a la explicación molecular faltaba el auténtico agente, el represor, una proteína que en el caso de la regulación del metabolismo de la lactosa reprime la síntesis de la β-galactosidasa; la apariencia de inducción positiva por la presencia de lactosa viene de que en realidad esta molécula inhibe al represor y, por lo tanto, este cesa de reprimir la síntesis de la enzima. Antes de continuar con este razonamiento, quiero hacer notar que unas pocas líneas más arriba he utilizado las palabras auténtico agente para referirme al represor, y no ha sido solo por estar este en el centro de la doble negación, sino por tratarse de una proteína alostérica; volveremos sobre ello.

Ya hemos visto las leyes generales de la regulación cuantitativa, pero ¿qué ocurre con los aspectos cualitativos? ¿En qué consiste y cómo se almacena la información biológica? En primer lugar, conviene resaltar que en el conjunto de las interacciones materiales bióticas y abióticas que se dan en la ecósfera, los seres vivos experimentan cambios estructurales que resultan de la selección funcional de su actividad; se produce, pues, un registro de información biológica estructural sobre la base de la plasticidad fenotípica, tanto a nivel molecular como celular o pluricelular. Igualmente, tenemos una información estructural que no es fenotípica sino, sensu lato, de ecosistema, esto es, de la compleja relación entre los componentes de cualquier nivel biológico: molecular, celular, organismo pluricelular o de gran ecosistema; como acabamos de ver, esta información se corresponde con las leyes generales de la regulación cuantitativa. En el nivel supramolecular tenemos dos tipos de macromoléculas informativas: por un lado, los ácidos nucleicos ADN y ARNm, y, por otro, las proteínas, ya que son polímeros portadores de una información secuencial que reside en el orden o secuencia de sus monómeros constituyentes. Esta información biológica secuencial podemos denominarla genética, stricto sensu, de acuerdo con la definición de gen como un segmento de ADN portador de la información secuencial para la síntesis de un polipéptido. Pero las proteínas (y también, en cierto sentido, algunos ARN) albergan información conformacional, esto es, la correspondiente al tipo y a la disposición espacial de las estructuras secundarias en la terciaria globular. Esta información tridimensional depende de las condiciones ambientales y, en condiciones fisiológicas, de la plasticidad de las proteínas en sus interacciones con sus ligandos, fundamentalmente. Como he expuesto en otros posts, denomino pregenética a este tipo de información, ya que la considero prioritaria tanto en el origen de la vida como durante la ontogenia y la filogenia, a lo largo de la evolución, sobre la genética; procesos, estos últimos, donde se manifiesta almacenando información epigenética. Así pues, lo que Monod descubrió con el alosterismo –según él, el segundo secreto de la vida– fue una de las manifestaciones de esta información proteica conformacional; lo cual podía haberse alineado con la corriente de pensamiento que, en la primera mitad del siglo XX, le concede algún tipo de prioridad a las interacciones entre proteínas y su medio molecular. Entre otros científicos afines a esta idea podemos citar a Oparin, Fox, Landsteiner y Pauling, estos dos últimos envueltos en una gran polémica relativa al origen de la estereoespecificidad de la reacción entre los anticuerpos y los antígenos: frente a las teorías denominadas selectivas, ellos proponían la teoría del molde antigénico –considerada como instructiva y lamarckiana por sus oponentes–, donde la molécula proteica se plegaría alrededor del antígeno, formándose así un anticuerpo específico frente a él. Con el reconocimiento del ADN como material genético y la asunción de la información secuencial como la única información biológica en la naciente biología molecular, la cual ignora o minimiza la influencia del medio –ideas recogidas en la teoría sintética neodarwinista y en el DCBM–, las proteínas quedan relegadas a un papel secundario en todo lo relativo al origen, naturaleza y evolución de la vida.

No obstante lo dicho, quiero resaltar la enorme importancia de la genética para el avance del conocimiento biológico. Hacia la mitad del siglo XX, el enfoque genético se iba imponiendo al enfoque bioquímico en las líneas de investigación, no solo por ser este último mucho más lento y difícil que el primero, sino, sobre todo, porque la genética permite la búsqueda de mutantes como los que T. H. Morgan utilizó en la mosca Drosophila melanogaster, que permiten identificar de forma fácil un determinado fenotipo como el color de ojos. Pero –aunque las características de la mosca de la fruta son más favorables para la investigación que, por ejemplo, los ratones– el desarrollo de la genética bacteriana proporcionó un material muy barato y manejable, como son las bacterias y los virus bacteriófagos, para poder identificar y estudiar las proteínas implicadas en los procesos bioquímicos. Así, la genética ha facilitado enormemente cualquier tema de investigación biológica, como: el metabolismo, el desarrollo embrionario, la regulación y el cáncer, por poner algunos ejemplos destacados; además, lógicamente, del avance en el conocimiento de su propio campo. Pero, a mi parecer, la utilización eficaz de las técnicas genéticas en la investigación de los problemas biológicos no implica necesariamente el adoptar una interpretación genocéntrica que, con frecuencia, sesga o distorsiona el marco conceptual de la evolución. Convendría reflexionar sobre el problema que supone para la biología la inercia de estar cómodamente instalada bajo el farol de la genética, que ilumina mucho, pero también deslumbra y lleva a complicar enormemente su jerga, atribuyendo la posesión de poderes cuasi mágicos a genes individuales (de polaridad segmental, homeóticos, reguladores, oncogenes; que se superponen a los ya clásicos genes dominantes, recesivos, epistáticos, etc.) que no pueden explicar la realidad de complejos procesos poligénicos por la sencilla razón de que esos procesos responden a cadenas y redes de reacciones donde actúan  cientos de proteínas. Naturalmente, los coches circulan igual por la carretera para un terraplanista que para un astrónomo, y un ingeniero no tiene que plantearse elegir entre geocentrismo o heliocentrismo para construir barcos que naveguen o aviones que vuelen; pero no debemos caer en la indiferencia del “da igual, es una forma de hablar”. El enfoque evolucionista no es el mismo, y la interpretación resulta distorsionada. Sin restar un ápice de importancia a las técnicas genéticas en el avance del conocimiento biológico, deberíamos ceñirnos rigurosamente a los hechos y conceptos que estén bien establecidos, para sentar las bases conceptuales de la información genética secuencial: que los genes están en los cromosomas (aunque también reside allí parte de la información epigenética), y que se corresponden con segmentos de ADN, cuya información secuencial está implicada en la síntesis de un polipéptido, de acuerdo con el código genético. Pero, además, conviene tener en cuenta que en la información biológica hay que incluir también la pregenética (conformacional) y la epigenética (estructural); limitando así la genética a la información secuencial, de forma que no haya diferencias conceptuales entre genes, solo distinguirlos por la proteína que codifican, sin que se asigne al gen su función ni el efecto final de una ruta de reacciones en las que participe esa proteína junto a otras; es decir: lo que hacen todos los genes es codificar un polipéptido, y punto.

Con el establecimiento del código genético y la utilización del ARN, las proteínas prebióticas –que son las portadoras de la información conformacional pregenética– consiguieron, además de una plantilla genética para su síntesis, la formación de polipéptidos más largos –que integren los dominios de los primitivos péptidos funcionales, los cuales, hasta ese momento, posiblemente se asociarían formando miniestructuras cuaternarias– y la posibilidad de mutaciones y recombinación epigenética (spliceosoma) de los segmentos codificantes o exones correspondientes a las unidades estructurales básicas o dominios proteicos, seleccionados en la etapa prebiótica previa; modificaciones todas coherentes con las nuevas adaptaciones conformacionales que tensionan la plasticidad fenotípica. La invariancia del ADN permite conservar la especificidad funcional y la consiguiente coherencia estructural de los complejos proteicos celulares. Aquí comienzan los procesos (como siempre sin propósito alguno) de combinación de cualquier estructura informativa anterior, pero, a mi parecer, no como hechos excepcionales en la evolución (Sampedro, 2002), sino como provechosas y frecuentes contingencias. Siguiendo con la denominación que se da a los primitivos módulos proteicos (presentes en todas las proteínas), utilizaré el término dominio (como unidad de información biológica) para referirme, en general, a los distintos dominios de información biológica estructural (DIBE) seleccionados a lo largo de la evolución.

El descubrimiento de la lógica de la doble negación llevó a que Jacob y Monod propusieran la existencia de dos tipos de proteínas: las estructurales –como las enzimas o los anticuerpos, que realizan una determinada función mediante la unión específica a un ligando– y las reguladoras, que controlan la síntesis de las estructurales en función de las circunstancias ambientales. Desde mi interpretación proteocéntrica del origen, naturaleza y evolución de los seres vivos, la propuesta inicial de estos gigantes de su época nos lleva a plantear algunas cuestiones acerca de estos dos tipos de proteínas: ¿cuáles son más ordenadas en su estructura y específicas en su función, y cuáles más desordenadas y multifuncionales?, y, en este sentido, ¿la evolución de las proteínas va de desorden a orden o al revés? Por lo que sabemos, en las bacterias y virus –entidades consideradas las más primitivas– predominan las proteínas más ordenadas y afinadas genéticamente en su especificidad. Por otra parte, ya dentro de los eucariotas, observamos que en el sistema inmunitario de los vertebrados –denominado también adaptativo o específico por considerarse un modelo de evolución molecular y celular a tiempo real– la especificidad y afinidad de la unión del anticuerpo con el antígeno cambia, en el transcurso de las respuestas primaria y secundaria, de una interacción de ajuste inducido a otra de tipo llave-cerradura. Es decir, en el rápido proceso de adaptación molecular del anticuerpo frente al antígeno, que va desde el primer al segundo contacto con él, y durante el que intervienen mecanismos genéticos de recombinación e hipermutación somáticas, se produce una notable maduración de la afinidad en el reconocimiento antigénico. Aunque el sistema inmunitario de los vertebrados dista de ser primitivo, su lógica molecular y celular responde a lo que hemos definido como la esencia de la naturaleza eucariota, que arranca desde los protocariotas en el origen de la vida. En esta naturaleza, la información biológica siempre va desde la conformacional pregenética a la secuencial genética, siendo la primera prioritaria de la segunda. La información epigenética se va almacenando a lo largo de la evolución como consecuencia de esta dinámica, y en consonancia con la complejidad evolutiva. Así, la información conformacional de las proteínas se obtiene mediante la interacción con otras moléculas (incluidas otras proteínas y los ácidos nucleicos), y está presente en la plasticidad fenotípica general de las entidades biológicas en interacción directa frente a sus respectivos medios: los ligandos moleculares, en este nivel; pero también en la plasticidad fenotípica de las células y en la de los organismos pluricelulares. Además, todos los niveles de complejidad establecen sus mecanismos reguladores numéricos tanto internos en el seno de los organismos (homeostasis) como externos en los ecosistemas. Este vínculo entre la información biológica cualitativa (pregenética, genética y epigenética) y la cuantitativa (la que Carroll formula magistralmente como Leyes del Serengeti) es lo que, a mi parecer, realmente alumbró Monod con el fenómeno del alosterismo; aunque él lo colocó, como segundo secreto de la vida, detrás del ADN y su papel en la invariancia reproductiva. Monod y Jacob encontraron la explicación molecular de estas leyes generales de la regulación cuantitativa, pero con el descubrimiento de las proteínas alostéricas vislumbraron lo que yo creo es el primer secreto de la vida, lo prioritario en la rampa que conduce –mediante la implicación necesaria de las leyes fisicoquímicas universales– de la evolución química a la biológica: las necesarias condiciones ambientales, el agua seleccionando lo hidrofílico y lo hidrofóbico, la formación prebiótica de los monómeros desde lo inorgánico, los primeros biopolímeros y la selección funcional de las primeras estructuras que condujeron a la formación de la primera célula... Es decir, una genuina coherencia entre lo inorgánico y lo vivo, no plantear la vida como un acontecimiento de probabilidad cercana a cero, un acierto único en la ruleta cósmica.

La selección natural de la información biológica cualitativa se produce por interacción directa entre los organismos y sus medios, en la que sobreviven los individuos más aptos para realizar sus funciones vitales; depende de las interacciones físicas, químicas y fisiológicas que, dentro del ámbito de sus leyes, se imponen necesariamente. Por su parte, la selección natural sobre la información biológica cuantitativa no depende de las interacciones directas entre las especies y sus medios; aquí no hay coevolución adaptativa, como podríamos ver en la cualitativa entre gacelas y guepardos, donde los progresos en astucia y velocidad de las primeras exigen lo mismo en los segundos. En las leyes de la regulación numérica de los componentes de un sistema biológico predomina la contingencia, y podemos detectar efectos a distancia entre las especies, lo que no obsta para que existan eslabones intermedios: como ya vimos en el Serengeti, la irrupción o desaparición del virus de la peste bovina puede afectar en mayor o menor medida a las jirafas, entre otras muchas cosas. Ahora, la pregunta es, ¿qué relaciones indirectas de causa efecto ocurren a nivel molecular y celular que puedan ocasionar graves desequilibrios en el ecosistema interno del organismo pluricelular? Evidentemente, este razonamiento está relacionado con las enfermedades de plantas y animales, incluidos, naturalmente, los humanos. Este planteamiento ecológico del organismo y la enfermedad implicaría desentrañar los eslabones intermedios entre los más evidentes, como ocurría en el Serengeti con los ñúes, la hierba, los incendios y los árboles… que estaban entre el virus de la peste bovina y las jirafas. Aunque asegura publicaciones y subvenciones, el actual enfoque genocéntrico, además focalizado en el estudio de genes individuales, no ayuda mucho a este empeño.

 

La información conformacional de las proteínas es la base de la plasticidad fenotípica

Volviendo al alosterismo de Monod, mi afirmación de que, con este descubrimiento, lo que él realmente vislumbró fue el primer secreto de la vida se fundamenta en la coherencia del modelo proteocéntrico sobre el origen, naturaleza y evolución de la vida. En mi interpretación de los datos biológicos la información conformacional de las proteínas (y también la de algunas moléculas de ARN) sería prioritaria o precedente a la secuencial del ADN, la que Monod confirmó como primer secreto de la vida con su apuesta por la invariancia de esta molécula genética sobre la funcionalidad de las proteínas. En mi modelo, con la información conformacional –esencia del alosterismo– comenzaría la evolución prebiótica y la vida; es muy probable que no directamente con las muy especializadas proteínas alostéricas que actúan en las células evolucionadas, sino con la información conformacional conjunta de la triada proteica formada por: conformones (priones funcionales), proteínas intrínsecamente desordenadas (IDP), y chaperones (proteínas de choque térmico, HSP). En mi interpretación estas proteínas canalizan los esbozos de las rutas metabólicas y la herencia mineral previas hacia las propias de la vida. Este tránsito entre la información prebiótica inorgánica y la ya biótica se hace mediante la selección natural de proteinoides que experimentan con los mecanismos y propiedades rudimentarias que actualmente vemos desarrollados en los tres tipos de proteínas citadas. Se iniciaría, así, la rampa evolutiva de la información y herencia conformacional pregenéticas que conduciría al despliegue de las funciones vitales, subrayando inicialmente en ellas los procesos relacionados con el metabolismo y la replicación. La herencia conformacional tiene una especial importancia en la coevolución de las proteínas con el ARN y la selección de los mecanismos que permitieron la formación de un primer código pregenético conformacional, previo al secuencial. Recordemos que este código primitivo se sustenta sobre la relación conformacional biunívoca de una proteína (una aminoacil-ARNt sintetasa) con un ARNt y con un aminoácido específicos. Solo hay 20 de estas enzimas sintetasas (una por aminoácido) y los 20 ARNt correspondientes son reconocidos por su bucle D, no por el anticodón; por lo tanto, este código no es degenerado, como si lo es el secuencial, donde hay varios ARNt específicos de un aminoácido (todos con un único bucle D), pero con tripletes anticodones distintos y complementarios de sus correspondientes codones en el ARNm. Estos hechos se interpretan mejor dando prioridad a la información biológica conformacional de las proteínas sobre la secuencial del ARNm y ADN. Además, entre otras razones, dado que las proteínas sintetasas constituyen los únicos actores en esta escena prebiótica que no presentan degeneración alguna en su relación biunívoca, podemos argumentar la prioridad o precedencia de su información conformacional sobre la del ARNt. Es lógico pensar que primero se unieran los aminoácidos a moléculas de ARNt en el seno de las sintetasas, y que, posteriormente, este complejo utilizara (sin propósito previo alguno) largas cadenas de ARN lineal como plantilla para la síntesis de polipéptidos; quizá interaccionando mediante complementariedad de bases con una o dos, antes de fijar el código secuencial de tripletes en la evolución.

Pero, además del metabolismo y la replicación, la información conformacional también puede reclamar la prioridad sobre la secuencial del ADN en lo relativo a la función de relación del organismo con el entorno. En esta toma de noticia, las proteínas están en vanguardia en las membranas de las células que actúan como receptores de estímulos del exterior, y la información conformacional tiene un papel de primer orden en la recepción y transducción de señales moleculares ambientales al interior celular. Lo mismo podríamos decir de la regulación epigenética, sensu lato, donde la información conformacional produce cambios estructurales en los cromosomas y en otros dominios de información biológica estructural (DIBE).

Desde las etapas prebióticas del origen de la vida, las primeras cadenas de reacciones metabólicas estarían a cargo de proteínas desordenadas poco específicas. Podemos imaginar que, de forma contingente, el producto final de una cadena interaccionara con las distintas enzimas de esta… produciendo distintos efectos. Es muy probable que algunos de estos fuesen más beneficiosos que otros para la funcionalidad de la célula. Entre ellos, podríamos destacar, para la economía celular, el resultante de la interrupción de la ruta metabólica por la acumulación excesiva de su producto final. Se trataría de un fenómeno de inhibición por realimentación mediado por alosterismo, donde el producto final interacciona con la primera enzima (de naturaleza alostérica) de la cadena, provocando en ella un cambio conformacional que impide la unión con su sustrato y, por tanto, la desactiva. Con la posterior conquista del código genético, estos fenómenos alostéricos adquieren una dimensión de regulación epigenética, pudiendo actuar sobre la inducción enzimática mediante la inactivación por cambio conformacional de proteínas alostéricas represoras de la expresión génica.

Desde el ámbito de la evolución prebiótica y a lo largo de toda la evolución, mi modelo proteocéntrico plantea cómo la selección funcional de las interacciones moleculares ha ido fijando dominios de información biológica estructural (DIBE). En los inicios se irían seleccionando los péptidos y polipéptidos que constituyen las unidades o dominios funcionales y estructurales básicos, presentes en todas las proteínas. Estas unidades, de origen prebiótico y pregenético, marcan la precedencia de las proteínas sobre los ácidos nucleicos: primero se seleccionarían los dominios proteicos, y, posteriormente, esta información estructural se codificaría en la información secuencial del ARN y ADN en forma de exones, como se ve en el hecho de que todos los cambios genéticos son siempre conservativos con la información funcional y estructural proteica previa, común en todos los seres vivos. Así pues, desde el origen de la vida hasta el Serengeti –pasando por el operón y la adquisición de la consciencia humana, entre otras muchas conquistas–, la selección natural de las interacciones funcionales va integrando información biológica como dominios estructurales (DIBE). A partir de los dominios proteicos prebióticos (los primeros DIBE pregenéticos) y, con la posterior relación de código genético, sus correspondientes exones (los DIBE genéticos), todas estas unidades de información biológica estructural se combinan y operan entre los niveles de integración de los seres vivos como información epigenética, constituyendo una urdimbre arborescente. La trama del telar de la vida se teje con ella cuando agentes infecciosos supramoleculares como los virus se enredan entre las ramas de estas unidades funcionales (organismos celulares y pluricelulares), o cuando el crecimiento desordenado del cáncer desafía a la unidad funcional de un organismo. Mientras que en el origen de la vida primaba la necesidad sobre la contingencia, a medida que urdimbre y trama crecían y se entrecruzaban cada vez más, las relaciones contingentes entre las especies y sus medios aumentaban en complejidad, y, en consecuencia, también lo hacían todos los factores bióticos y abióticos de la ecósfera.

 

El origen del lenguaje

En coherencia con lo expuesto hasta ahora, el aumento de la complejidad del medio con el que interactúan las especies lleva aparejado el consiguiente incremento de la información biológica estructural, tanto la cualitativa como la cuantitativa. En lo referente a la cualitativa, que implica una mayor interacción directa con el medio específico, encontramos un magnífico ejemplo en el origen y desarrollo del lenguaje humano en paralelo a la evolución del cerebro. La pregunta aquí es ¿cómo puede explicarse el proceso de formación de nuevas áreas de conexiones neuronales, que preside la evolución del cerebro humano, bajo la presión selectiva que implica la adquisición del lenguaje? Algunos autores buscan la respuesta en mecanismos físicos desconocidos o en una exaltación del azar genético, otros en la complejidad del comportamiento frente al medio como orientador de las presiones de selección. Yo me adhiero a estos últimos, aunque, como ya he expuesto repetidas veces, considero que el medio no es solo selector sino también y primeramente moldeador. En este sentido, es curioso que Monod –el descubridor del alosterismo–, fascinado por la genética y la naciente biología molecular (con su flamante dogma central), se decante de forma absoluta (en el apartado Origen de los anticuerpos de su libro El azar y la necesidad) por las teorías selectivas (como la teoría de la selección clonal de Burnet) frente a la del molde antigénico de Landsteiner y Pauling. Aquí Monod apuesta por:

[…] la inagotable riqueza de la fuente de azar donde bebe la selección […] en esta ruleta genética especializada y ultrarrápida […] intervienen tanto recombinaciones como mutaciones, produciéndose unas y otras en cualquier caso al azar, con ignorancia total de la estructura del antígeno. Este, por el contrario, desempeña el papel de selector […]. (MONOD, 1981.)

No obstante, en el siguiente apartado (El comportamiento como orientador de las presiones de selección) le otorga al medio específico un papel algo más activo en sus interacciones con el organismo:

Organismos diferentes que viven en el mismo «nicho» ecológico, tienen con las condiciones externas (incluyendo los demás organismos), interacciones muy diferentes y específicas. Estas interacciones específicas, en parte «escogidas» por el mismo organismo, son las que determinan la naturaleza y la orientación de la presión de selección que soporta. Digamos que las «condiciones iniciales» de selección que encuentra una mutación nueva comprenden a la vez, y de forma indisoluble, el medio exterior y el conjunto de las estructuras y performances del aparato teleonómico. (MONOD, 1981.)

Monod considera, además, que tanto la participación de las performances teleonómicas como la autonomía del organismo frente al medio aumentan con la complejidad del nivel de organización:

[…] esta participación se puede considerar sin duda decisiva en los organismos superiores, cuya supervivencia y reproducción dependen ante todo de su comportamiento. […]

El hecho de que, en la evolución de algunos grupos, se observe una tendencia general, sostenida durante millones de años, al desarrollo aparentemente orientado de ciertos órganos, atestigua que la elección inicial de un cierto tipo de comportamiento (ante la agresión de un predador por ejemplo) compromete a la especie en la vía de un perfeccionamiento continuo de las estructuras y performances que son el soporte de este comportamiento. (MONOD, 1981.)

En este razonamiento, Monod rememora a Lamarck y su idea de la herencia de los caracteres adquiridos mediante la tensión que el comportamiento ejerce sobre la plasticidad fenotípica:

Hipótesis hoy en día inaceptable, desde luego, pero que muestra que la pura selección, que opera sobre los elementos del comportamiento, culmina en el resultado que Lamarck quería expresar: el estrecho emparejamiento de las adaptaciones anatómicas y de las performances específicas.  (MONOD, 1981.)

Quiero volver a resaltar la diferente consideración que Monod tiene acerca de la plasticidad fenotípica en los niveles superiores respecto al nivel supramolecular de las proteínas globulares, aún más llamativa cuando fue él el que descubrió el fenómeno del alosterismo, el segundo secreto de la vida, como él mismo lo denominó. Aun teniendo en cuenta que el fenotipo de las proteínas está informativamente más cerca de los genes que, por ejemplo, el de las jirafas –con su largo cuello incluido–, también debemos considerar que, en rigor interpretativo, la información genotípica usada para la formación de un polipéptido es meramente secuencial, y que, mediante la relación de código genético, se traduce en la secuencia de aminoácidos de este, y punto. La realidad dista mucho del rígido determinismo del DCBM, que reza: una secuencia de ADN, una única estructura y función proteica. Partiendo de esta invariancia secuencial como base, todas las posibilidades de información conformacional de los polipéptidos (fundamentalmente de los más desordenados) depende de las condiciones fisicoquímicas ambientales y, sobre todo, de las interacciones con sus ligandos moleculares. Hay margen, pues, para la plasticidad fenotípica de las proteínas; en unas –como los priones-conformones, los chaperones y las IDP– más que en otras con estructuras más ordenadas. En mi modelo de la información biológica –en sus vertientes pregenética, genética y epigenética– la plasticidad fenotípica de las proteínas es coherente con la interpretación de los principales datos y hechos de la biología, que modifica y extiende los conceptos de herencia y selección natural al conjunto de la ecósfera. Como ya he expuesto, partiendo de las leyes de la evolución fisicoquímica, la selección funcional de las interacciones moleculares va generando estructuras en los distintos niveles de integración biológicos (los agentes y organismos de cada nivel, pero también los DIBE). Así, en mi modelo la función es prioritaria a la estructura, aunque la información biológica se deposita en esta última, pero no solo en los organismos de las especies, sino también en la permanente relación con sus medios y ambientes específicos: genuina información estructural en la ecósfera, establecida de forma dinámica entre los factores bióticos y abióticos pertinentes a cada una. De esta manera, la herencia –que no es sino la información biológica que pasa de una generación a la siguiente– trasciende la idea actual de información exclusivamente genética (estructura primaria, secuencial, del ADN), para abarcar también toda la información estructural pregenética y epigenética de los organismos y, además, la información estructural de las interacciones entre estos y su medio ambiente. En este sentido, como ya hemos repetido, la selección natural abarca la continua sucesión de ajustes posibles en el equilibrio dinámico entre los factores bióticos y abióticos de la ecósfera, en permanente interacción.

Pero volviendo al problema de las presiones de selección en la evolución de las especies, veremos cómo lo entiende Monod en el caso concreto de la evolución humana asociada a la aparición del lenguaje. En primer lugar, él está de acuerdo con los lingüistas del momento en señalar este proceso como un acontecimiento único, pero discrepa de los que marcan una discontinuidad absoluta en la evolución biológica, totalmente independiente del variado sistema de llamadas y avisos que emplean los grandes simios. En este sentido, plantea el problema del tránsito entre estos y el Homo sapiens como evolución inicialmente biológica, pero que da paso a otra evolución, creadora de un nuevo reino, el de la cultura, de las ideas, del conocimiento. En este proceso, partiendo de las capacidades cerebrales de los grandes simios para registrar, asociar y transformar las informaciones del medio, pasamos al cerebro humano con nuevas conexiones neuronales asociadas al lenguaje. En la explicación de los procesos sucesivos de hominización y humanización suele aparecer Chomsky y su gramática generativa, que nos sitúa ante un cuello de botella en la aparición de nuestra especie. Monod subraya de la aportación de este notable lingüista el hecho de que no se conozcan lenguas primitivas:

Según Chomsky, además, la estructura profunda, la «forma» de todas las lenguas humanas sería la misma. Las extraordinarias performances que la lengua representa y autoriza a la vez, están evidentemente asociadas al considerable desarrollo del sistema nervioso central en el Homo sapiens; desarrollo que constituye además su rasgo anatómico más distintivo. (MONOD, 1981.)

Esta unidad de origen biológico de nuestra especie contrasta con la enorme diversidad cultural de la humanidad. Es la diferencia entre la evolución biológica, de adquisición funcional y estructural de la consciencia humana, y la cultural, de los distintos grupos humanos, que crea los correspondientes contenidos de la consciencia.

De esta línea de razonamiento, Monod concluye:

La hipótesis que me parece más verosímil es que aparecida muy pronto en nuestra raza, la comunicación simbólica más rudimentaria, por las posibilidades radicalmente nuevas que ofrecía, constituyó una de esas «elecciones» iniciales que comprometen el porvenir de la especie creando una presión de selección nueva; esta selección debía favorecer el desarrollo de la misma performance lingüística y, por consiguiente, la del órgano que la produce: el cerebro. (MONOD, 1981.)

 

Además, relaciona este proceso de hominización con la adopción de la postura erecta y la liberación de las extremidades anteriores. Igualmente, destaca que la adquisición del lenguaje en el niño es un proceso universal, cronológicamente idéntico para todas las lenguas:

Resulta difícil no ver en ello el reflejo de un proceso embriológico, epigenético, en el curso del cual se desarrollan las estructuras neurales subyacentes a las performances lingüísticas. (MONOD, 1981.)

Aunque en los años 70 el uso del término epigenético no tenía el alcance del actual, aquí Monod podría haber mencionado la ley biogenética de Haeckel: “la ontogenia recapitula la filogenia”, que hoy se entiende mejor a la luz de los avances en el conocimiento de la biología del desarrollo. Pero, no obstante la consideración lamarckiana a la epigenética y al comportamiento como orientador de las presiones de selección, en último término Monod define la naturaleza humana en términos genéticos:

[…]  la capacidad lingüística que se revela en el curso del desarrollo epigenético del cerebro forma parte actualmente de la «naturaleza humana» definida ella misma en el seno del genoma en el lenguaje radicalmente diferente del código genético. ¿Milagro? Ciertamente, puesto que en última instancia se trata de un producto del azar. (MONOD, 1981.)

Otro autor, especialista en la moderna genética del desarrollo, que aborda la evolución humana asociada al lenguaje es Javier Sampedro. En su libro Deconstruyendo a Darwin (2002) critica el gradualismo como factor determinante de la evolución por selección natural y, en su lugar, propone la evolución modular como fuente natural de progreso en biología. Sin renunciar totalmente al gradualismo darwiniano como explicación de las adaptaciones que las especies muestran a su particular entorno, considera los grandes acontecimientos creativos de la evolución biológica como ejemplos de evolucionabilidad:

Lo que quiero decir es que los grandes pasos de la evolución, los incrementos de complejidad, las exploraciones de nuevos espacios de diseño, no consisten en una mera acumulación de ínfimas variaciones fijadas por selección natural en la inmensidad del tiempo. […] son acontecimientos singulares, relativamente súbitos, sin evidencias de transición gradual, y han ocurrido una sola vez en la historia de la Tierra. (SAMPEDRO, 2002.)

Al igual que hacía Monod –cuando intentaba aplicar la idea del comportamiento como orientador de las presiones de selección para entender el origen del lenguaje, asociado a la evolución del cerebro–, Sampedro también invoca al “apestado” Lamarck y al polémico Chomsky, pero lo hace acompañado de otros investigadores como el psicólogo James Mark Baldwin y los neurocientíficos Gerald Edelman y Giulio Tononi. Estos últimos aportan una renovada teoría de la consciencia animal, que nos permite recrear el tránsito del cerebro de los grandes simios al de los humanos. Ellos creen que la consciencia humana consiste en una sucesión de escenas unitarias e indivisibles formadas mediante una red de interacciones mutuas y simultáneas de las distintas regiones especializadas de la corteza cerebral. Estas interconexiones se refuerzan cuando formamos conceptos al coincidir sus elementos en una escena, tanto en la experiencia como en la imaginación o la memoria. El camino que hay que reconstruir es el que va desde la consciencia primaria de los grandes simios antropoides –con cerebros capaces de formar escenas mentales, pero sin lenguaje– a la consciencia humana. Igualmente, hay que plantearse el tránsito en la evolución desde la consciencia primordial de los animales más elementales hasta la de nuestros antepasados primates. Aquí es donde Sampedro –a diferencia del acontecimiento único y modular del origen del lenguaje– no ve problema alguno para describir un proceso de evolución gradual:

La consciencia primaria, por tanto, puede surgir gradualmente por selección natural a partir de animales de comportamiento rígido y mecánico. Este acontecimiento evolutivo no necesitaría una invención neurológica muy radical: bastaría con que la selección natural favoreciera durante millones de años el aumento, todo lo gradual que se quiera, del número de conexiones que intercambian los especialistas del córtex. (SAMPEDRO, 2002.)

Ya hemos llegado a la consciencia primaria de nuestros parientes primates, ahora falta explicar el gran salto a la consciencia humana. Según Edelman:

[…] La consciencia primaria –la capacidad de generar una escena mental en la que una gran cantidad de información diversa se integra con el objetivo de organizar el comportamiento presente e inmediato– se da en animales con estructuras cerebrales similares a las nuestras. Esos animales parecen capaces de construir una escena mental, pero, a diferencia de nosotros, tienen unas capacidades semánticas o simbólicas muy limitadas, y carecen de verdadero lenguaje. (EDELMAN Y TONONI, 2002.)

Por su parte, Sampedro intenta explicar este salto a partir de la teoría de la consciencia primaria de los dos neurocientíficos, los conceptos y sus conexiones ya existían antes que las palabras:

Las primeras palabras no inventaron conceptos: se limitaron a describir los conceptos anteriores al lenguaje, sobre todo los más comunes o importantes: los conceptos generados por la consciencia primaria de un mono. (SAMPEDRO, 2002.)

Pero, ¿cómo explicamos el salto de la consciencia primaria de nuestros antepasados (monos antropoides) a la consciencia humana, con un cerebro mucho más desarrollado? Sampedro lo ve así:

Quizá un Australopithecus pudiera aprender por imitación a asociar unos cuantos gruñidos con otros tantos estados conscientes (conceptos) visuales o emocionales. […] Pero lo que va de ahí al órgano del lenguaje innato demostrado por Chomsky parece aún un abismo insalvable. Ese órgano debe estar hecho de redes de neuronas con una arquitectura especial innata, es decir, diseñada por los genes durante el desarrollo del cerebro. ¿Qué tiene que ver que el Australopithecus pueda aprender unos cuantos gruñidos con la posterior evolución de los genes que saben hacer una arquitectura neuronal innata del lenguaje? ¡Qué bien nos vendría Lamarck aquí! Si el resultado del esfuerzo de un homínido por mejorar sus gruñidos a lo largo de su vida pudiera imprimirse en los genes de su hijo, dispondríamos de un poderosísimo mecanismo para la evolución del lenguaje […] Pero el lamarckismo está prohibido, ¿no? (SAMPEDRO, 2002.)

Sampedro recurre al denominado efecto Baldwin, que consiste en que lo aprendido se hace instinto:

[…] cuando un cerebro es capaz de aprender algo, el resultado de ese aprendizaje acaba, generaciones después, formando una estructura innata en el cerebro del recién nacido.

[…] En términos neuronales, aprender algo no es más que reforzar ciertas conexiones sinápticas y debilitar otras. Y un dispositivo innato del cerebro no es más que una serie de conexiones sinápticas reforzadas o debilitadas desde el nacimiento, sin que medie aprendizaje alguno (o sin que medie mucho). (SAMPEDRO, 2002.)

En este punto, Sampedro opta por el carácter preadaptativo de la mutación:

Antes de que existieran coches…, la variabilidad genética natural producía niños que tenían parte de este trabajo hecho de nacimiento: algunas de esas conexiones sinápticas reforzadas ya estaban ahí sin necesidad de ningún aprendizaje, por la más pura y simple casualidad darwiniana: (1) los genes cambian al azar, (2) los genes afectan a las conexiones sinápticas, y, por tanto, (3) la población tiene una gama continua y aleatoria de conexiones reforzadas innatas. […] Los genes, y las arquitecturas neuronales innatas fabricadas por ellos, permanecerían variando aleatoriamente una generación tras otra, sin que ninguna fuerza selectiva favoreciera una variante sobre las demás y acabara transformando la composición genética de la población. (SAMPEDRO, 2002.)

Vemos que en coherencia con este enfoque acerca de la evolución del cerebro y de la mente humana mediante un rápido proceso de adaptación al medio, Sampedro –al igual que Monod– también elude la plasticidad fenotípica frente a un medio moldeador, y se centra en su papel exclusivamente selector de la variabilidad genética al azar; aunque, en vez de limitarse solo al gradualismo de las mutaciones puntuales, apuesta por la evolución de módulos genéticos:

Los acontecimientos singulares de la evolución suelen ir acompañados de sucesos modulares en los genomas que los experimentan: incorporaciones de genomas completos, duplicaciones de sistemas integrados preexistentes, reutilizaciones de estrategias complejas cuya eficacia ya había sido probada con anterioridad. (SAMPEDRO, 2002.)

En el desarrollo del concepto de evolución modular, Sampedro se encuentra con algunos problemas; uno de los principales es el relativo al origen de la primera célula:

El surgimiento de la célula eucariota no hizo desaparecer a las bacterias –a los módulos– que la constituyeron: los descendientes de esos módulos siguen hoy mismo nadando por ahí. La evolución de Urbilateria no hizo desaparecer a los metazoos de simetría radial que aportaron a Urbilateria sus módulos, formados por un gen selector y una batería coherente de genes downstream. Si la primera bacteria se formó por evolución modular, es decir, por la agregación o duplicación de subsistemas coherentes más o menos autónomos, yo esperaría encontrar rastros actuales de esos subsistemas, o al menos una combinación de ellos que fuera diferente de la omnipresente solución que dio lugar a todos los seres vivos que existen en la Tierra, incluido el código genético universal en este planeta. ¿Dónde están esos rastros del pasado modular de la primera célula? No los hay, que sepamos. (SAMPEDRO, 2002.)

No voy a abordar de nuevo el interesante problema que aquí plantea Sampedro –en varios post de este blog explico mi interpretación sobre el origen de la vida y la eucariogénesis–, tan solo recordar que en el modelo proteocéntrico los primeros módulos se corresponden con las unidades estructurales básicas o dominios de las proteínas y, con la posterior conquista del código genético,  sus correspondientes exones (ambas estructuras constituyen el inicio de los DIBE a nivel supramolecular); igualmente, en este modelo la primera célula sería protocariota (tendría una naturaleza básicamente eucariota) y de ella surgirían, mediante una actividad de exocitosis vesicular semejante a la de los actuales exosomas, células acariotas (arqueas y bacterias) y los virus. Además, en este modelo hay una producción continua de dominios de información biológica estructural (DIBE), en vez de casos singulares de evolución modular, y no hay problemas con ningún resto de las etapas prebióticas del origen de la vida.

En relación con estos dominios informativos, voy a retroceder a la reflexión de Sampedro sobre Lamarck y el efecto Baldwin. En su libro, Deconstruyendo a Darwin, frecuentemente identifica la genuina teoría evolucionista del naturalista británico con el neodarwinismo de la teoría sintética. Como ya hemos visto en anteriores post, Darwin propuso una teoría de la herencia compatible con el enfoque lamarckiano: la pangénesis. Las gémulas –propuestas por Darwin como mecanismo conector de la peripecia somática con las células sexuales– tienen un representante real en los exosomas y, además, tenemos la plasticidad fenotípica como precedente y orientadora de las mutaciones genéticas. Por otra parte, también es imprecisa la afirmación de que el mecanismo propuesto por Baldwin sea exclusivo de los animales con cerebro, la relación entre aprendizaje e instinto no es más que una particularidad epigenética de la más general entre ontogenia y filogenia. Aquí estamos de nuevo ante el dilema de la prioridad entre estructura y función: ¿qué fue primero, la estructura acertada o la función resultante de la interacción necesaria seleccionada? Por una parte, tenemos el proceso gradual de selección de la consciencia primaria, que aparece en distintos animales con mayor o menor complejidad; pero, por otro lado, tenemos el salto evolutivo del surgimiento del lenguaje humano, realizado en muy poco tiempo, ¿cuál es el motor de este proceso? ¿Las mutaciones genéticas o el repentino e inagotable incremento de las interacciones entre los homínidos? De acuerdo con Goethe, en el principio fue la acción.

Eric R. Kandel (Premio Nobel de Fisiología o Medicina en el año 2000), en su magnífico libro La nueva biología de la mente, nos dice que Descartes se equivocaba al pensar que “la mente está separada del cuerpo y funciona con independencia de él”. Al separar la mente del cerebro, Descartes tenía un planteamiento dualista, como lo tenía Alfred Wallace –el codescubridor de la selección natural– que también pensaba lo mismo; pero no así Charles Darwin, que tenía un pensamiento materialista monista: la mente es un producto del cerebro, es decir, de la materia en evolución organizada en forma de cerebro. Otro aspecto importante que debemos tener en cuenta es que la mente no emana del cerebro sin más, respondiendo a algún tipo de programa genético. Denominamos mente a una serie de procesos que resultan de la toma activa de noticias del mundo exterior por el organismo animal, del procesamiento por el cerebro de los datos percibidos, de las acciones de respuesta y de la experiencia encadenada en dicho proceso. Así, la mente surge de la interacción, y de la estructura resultante, entre el organismo animal y su entorno, mediados por el cerebro. Nuestra mente –en sus diferentes manifestaciones: aprendizaje, memoria, conciencia, pensamiento…– resulta de la plasticidad funcional y estructural del cerebro del organismo humano en interacción con su medio. De esta manera, la fisiología y la anatomía cerebral experimenta modificaciones que recorren, de abajo arriba, cambios conformacionales en las proteínas implicadas en las redes de interacciones moleculares intra e intercelulares; cambios morfológicos en las neuronas y en las células de la glía; y cambios en la red de comunicaciones entre neuronas, mediante el establecimiento y reforzamiento de uniones muy precisas entre ellas, denominadas sinapsis. Así pues, estas se modifican como resultado adaptativo de las interacciones del organismo frente a su medio. En el límite negativo de la fisiología, la patología cerebral también se caracteriza por exhibir cambios significativos en estos tres niveles de organización: supramolecular, celular y de organismo pluricelular.

Debemos subrayar que la mente no es solo un producto del cerebro aislado, sino que resulta de la permanente interacción entre el cerebro y el medio, en continuo cambio. En este sentido, y ante la complejidad de uno de los productos más especiales de la mente, la conciencia, resulta pertinente citar la conocida frase de K. Marx:

No es la conciencia del hombre la que determina las condiciones materiales de su existencia, sino estas últimas las que determinan su conciencia.

El inmunólogo C. Janeway, Jr. parafrasea esta cita para describir la esencia adaptativa del sistema inmunitario, a saber: la selección de un repertorio linfocitario que permita, por una parte, discriminar entre lo propio y lo no propio; y, por otra, que este pueda adquirir una memoria específica frente a lo ajeno manteniendo una tolerancia frente a lo propio. Así, según Janeway:

No es el repertorio de receptores T heredado genéticamente el que determina las interacciones de los linfocitos; sino, por el contrario, las interacciones linfocitarias (selección positiva y negativa en el timo) las que determinan el repertorio de linfocitos.

Quiero resaltar –además del paralelismo entre el sistema inmunitario y nervioso– el hecho de que aquí la selección natural no responde al criterio de la reproducción diferencial por las limitaciones de alimento, sino más bien a mecanismos reguladores como los que hemos visto para la homeostasis, el control de la división celular o del metabolismo… Pero quizá lo más sorprendente sea encontrar la esencia de las frases citadas en Lamarck:

No son los órganos, es decir, la naturaleza y forma de las partes del cuerpo del animal, lo que ha dado lugar a sus hábitos y facultades especiales, sino que son, por el contrario, sus hábitos, su modo de vida y su entorno lo que ha controlado en el curso del tiempo la forma de su cuerpo, el número y estado de sus órganos y, finalmente, las facultades que posee. (LAMARCK, 2017.)

Sin entrar en la crítica de otros aspectos de Lamarck, aquí deja claro, en una relación de causa efecto, la prioridad de la función sobre la estructura, y la importancia del medio en el proceso de plasticidad somática adaptativa.

En el caso del origen, naturaleza y evolución del lenguaje estamos ante un ejemplo de evolución rápida, impulsada por la complejidad creciente de un incipiente medio social y basada en la exaltación de la plasticidad fenotípica de los tres niveles de agente vivo implicados: el esfuerzo por utilizar las manos y la palabra, mediante el que se tiende a universalizar socialmente el medio humano (nivel animal); el refuerzo de las conexiones sinápticas neuronales (nivel celular) y la plasticidad conformacional adaptativa de las proteínas implicadas en el proceso, que sirve de guía selectiva a las mutaciones y recombinaciones genéticas y a las modificaciones epigenéticas (nivel supramolecular). Igualmente, y en coherencia con lo anterior, se pone de manifiesto el cambio rápido y la acumulación de los tres tipos de información biológica: pregenética, basada en la plasticidad fenotípica en los tres niveles; genética, basada en los cambios en la información secuencial (seleccionados coherentemente por la información pregenética) y la epigenética de índole estructural. Hay que tener en cuenta que en el desarrollo del cerebro están implicados el mismo tipo de genes selectores (con sus correspondientes cadenas de genes downstream) que los que portan información para otras zonas del organismo; pero esto no quiere decir que ninguno de estos genes, denominados selectores, tenga una misión reguladora o diseñadora, solo actúan como plantillas secuenciales para la síntesis de proteínas implicadas en procesos fisiológicos de regulación o diseño. De hecho, los genes selectores están implicados en un esquema regulador similar al del operón lactosa, y, además, son idénticos e intercambiables entre especies como, por ejemplo, la mosca de la fruta y los humanos.

Para desbrozar el problema de la plasticidad fenotípica en los tres niveles de integración animal, conviene contemplar la evolución del cerebro desde los animales más primitivos. En esta mirada panorámica son muy importantes las investigaciones con la babosa marina Aplysia de Kandel, acerca de los refuerzos en las interconexiones neuronales implicadas en el aprendizaje y la memoria.  

 

La trama molecular del aprendizaje y la memoria

Hemos visto que la mente es un producto del cerebro, pero no algo que emana de un cerebro aislado como resultado directo de algún programa genético, sino como resultado de la dinámica cerebral que media la interacción entre el organismo animal y su medio. En esta dinámica –como en cualquier otra interacción entre el organismo y el entorno– intervienen los niveles de integración supramolecular, celular y animal; los cuales, en interacción continua con sus respectivos medios, exaltan la plasticidad fenotípica en los dominios informativos pregenético, genético y epigenético. En el modelo proteocéntrico propuesto, dentro del dominio de información conformacional pregenética tenemos las características esenciales o constitutivas de las proteínas tanto en lo relativo a la plasticidad proteica específica de estructuras desordenadas frente a ligandos diversos, como en la propagación de conformaciones por medio de proteínas tipo prión. Por su parte, la información epigenética, sensu lato, se corresponde con la exaltación de la plasticidad estructural, bajo los niveles celular y pluricelular, y el manejo modular de los genes, por las proteínas, que mantenga el conveniente equilibrio, en cada caso, entre invariancia y diversidad proteica.

En coherencia con el modelo propuesto, debemos preguntarnos ¿cómo se forma, se almacena y se recupera la memoria en el cerebro? Los neurobiólogos constatan que actualmente existe un vacío abismal entre el conocimiento de regiones claves del cerebro asociadas a determinadas funciones y el conocimiento de los potenciales mecanismos moleculares que intentan explicarlas. A este respecto, una importante fuente de conocimiento podría generarse desde la correlación de las diferencias genéticas (generalmente pocas) y, sobre todo, epigenéticas de los grandes tipos animales con las anatómicas cerebrales de los mismos tipos, a lo largo de la filogenia. No obstante, se sabe que muchas moléculas iguales están implicadas en los dos principales tipos de memoria, declarativa y no declarativa; y en especies muy variadas, como la babosa marina, la mosca de la fruta y algunos roedores. Así pues, parece que la maquinaria molecular para la memoria ha sido ampliamente conservada en la evolución. Santiago Ramón y Cajal proponía que la memoria debe implicar el fortalecimiento o refuerzo de las conexiones neuronales; y en los trabajos de Eric Kandel con la babosa marina Aplysia se observa que la experiencia modifica las sinapsis y permite la adaptación a los cambios ambientales; resaltando, una vez más, que la función es prioritaria a la estructura y le da coherencia. Igualmente, las lesiones y las enfermedades también modifican las conexiones neuronales (Kandel, 2019).

La memoria explícita o declarativa supone la capacidad consciente de recordar hechos y acontecimientos. Está relacionada con la región medial del lóbulo temporal, que incluye el hipocampo. Por su parte, la memoria implícita o no declarativa tiene que ver con habilidades motoras ejecutadas automáticamente (andar, montar en bicicleta, usar la gramática, etc.) de forma inconsciente. Está relacionada con regiones del cerebro que responden a estímulos, como la amígdala, cerebelo y los ganglios basales. La unidad funcional y estructural más elemental implicada en la memoria implícita es el arco reflejo asociado a un acto reflejo, y constituye la base del aprendizaje asociativo –descubierto por Ivan Pavlov– relacionado con los estímulos condicionados. Para Pavlov, el aprendizaje implicaba una asociación entre los estímulos externos y el comportamiento. Queda claro, pues, que el aprendizaje y la memoria se sostienen, en parte, en el medio, y no sólo como toma de noticia consciente de lo que ocurre a nuestro alrededor, sino también como reflejo condicionado inconsciente. La trama de la memoria no es sólo cerebral, y mucho menos la expresión de un programa genético.

Kandel subraya que la memoria no es una función unitaria, distintos tipos de memoria se procesan de forma diferente y se almacenan en distintas regiones del cerebro. Pero, tanto la memoria explícita como la implícita se pueden almacenar a corto plazo, durante unos minutos, o a largo plazo, durante días, semanas e incluso más tiempo. La memoria a corto plazo implica modificaciones químicas que fortalecen las sinapsis. La memoria a largo plazo requiere síntesis de proteínas diversas –entre otras, priones–, y, probablemente, la construcción de nuevas sinapsis. La potenciación a largo plazo (LTP) es un tipo de refuerzo sináptico en el hipocampo, y hay un amplio consenso en considerar este mecanismo como una de las probables bases fisiológicas de la memoria. Además de los priones, algunas proteínas –que también destacan por su plasticidad e información conformacional–, pertenecientes a la familia de las denominadas proteínas intrínsecamente desordenadas o desestructuradas (IDP o IUP) también participan en la adquisición de memoria a largo plazo; como, por ejemplo, TAD (CREB transactivator domain) que actúa sobre un grupo de proteínas –conocido como CREB (cAMP response element binding protein)– que resultan esenciales para la activación de la expresión génica necesaria para la conversión de la memoria a corto plazo en memoria a largo plazo. En este sentido, también se han relacionado determinados neuropéptidos con la diversidad de las células cerebrales y con la diversidad de las sinapsis.  Por otra parte, y contradiciendo la creencia de la ausencia de neurogénesis en el cerebro adulto, el hipocampo es una fuente de nuevas neuronas a lo largo de la vida del animal. 

En esta panorámica del conocimiento actual sobre el aprendizaje y la memoria animal, antes de abordar directamente los mecanismos moleculares específicamente neurológicos, puede ser conveniente plantear ¿cuáles son los mecanismos moleculares generales de la adaptación biológica al medio? Para ello, y dentro del marco general del modelo proteocéntrico propuesto, debemos intentar entender cómo se genera la información conformacional en las proteínas, esto es, ¿cómo se produce la dinámica conformacional de las proteínas en la interacción funcional con sus ligandos? Además, como acabamos de ver, los mecanismos moleculares básicos, implicados en la memoria, están muy conservados a lo largo de la evolución; e incluso me atrevería a proponer que, en lo esencial, estos mecanismos adaptativos responden a una misma lógica desde las etapas prebióticas del origen de la vida.

En este momento, debió seleccionarse el juego entre dos tipos de estructuras dentro de los polipéptidos proteinoides que se formaron al azar en la sopa primordial, a saber: las estructuras hidrofílicas desordenadas, con su capacidad de unión por ajuste inducido a diferentes ligandos moleculares; y las estructuras hidrofóbicas compactas, con su capacidad para empaquetarse con otras estructuras proteicas propagando sus conformaciones. Las hidrofílicas, que son más desordenadas y plásticas, pueden cambiar a un tipo de estructura más ordenada bajo la acción de las hidrofóbicas compactas, tanto las de la propia proteína como las de otra. Esto es lo que ocurre con los priones-conformones, que pueden propagar su conformación β a otras proteínas; transformando, así, las conformaciones α, de proteínas de secuencia igual o similar, a β. Los conformones actuarían como selectores y propagadores de proteinoides termales desestructurados y poco específicos, merced a un código conformacional. Así, durante la etapa de evolución química prebiótica los proteinoides pregenéticos y desestructurados debieron moldearse y seleccionarse por interacción directa con el medio, y con el concurso de proteinoides de tipo prión (conformones) –caracterizados por su capacidad para propagar sus conformaciones– lograr establecer una línea de evolución conformacional adaptativa.

Los priones-conformones y las proteínas de choque térmico (HSP), entre las que se encuentran los chaperones y las chaperoninas, son proteínas que despliegan una gran cantidad de información conformacional. Aunque disponen de porciones, mayores o menores, de estructura desordenada que les permite cierta plasticidad en sus interacciones con otras moléculas; su modo de actuación se apoya fuertemente en sus respectivos núcleos hidrofóbicos, ejerciendo un papel opuesto sobre otras proteínas: los priones-conformones inducen el cambio conformacional y las HSP contribuyen a mantener la conformación correcta, como, por ejemplo, los chaperones en el plegamiento y acompañamiento de los polipéptidos recién sintetizados.

Se conocen múltiples procesos biológicos donde los priones-conformones actúan junto a las HSP seleccionando y propagando información conformacional. Así, la proteína de choque térmico Hsp90, además de chaperón, puede actuar también como acumulador o condensador molecular (capacitor), que le permite mantener ocultas las posibles conformaciones proteicas de una determinada cantidad de mutaciones del genoma, mediante la conservación de las estructuras previas a las mutaciones. En situaciones de estrés celular abandona su función de conservación conformacional y libera bruscamente los fenotipos proteicos acordes a las mutaciones. Estos fenómenos proporcionan el primer mecanismo molecular plausible para que una célula responda a su ambiente con un cambio fenotípico heredable. Igualmente, algunas proteínas priónicas asistidas por chaperones pueden adoptar dos isoformas, una de las cuales puede ser capaz de propagar y amplificar su malformación actuando como un molde sobre las isoformas normales.

En este sentido, mecanismos similares de estabilización de la isoforma formadora de oligómeros dentro de proteínas de tipo prión-conformón, en la mosca de la fruta, pueden estar implicados en la memoria a largo plazo (LTP).  La acumulación de estas isoformas podría ayudar a formar o estabilizar la memoria a largo plazo, mediante la creación de grupos de proteínas de larga vida en las sinapsis.

Igualmente, se han identificado en plantas alrededor de unas 500 proteínas candidatas a presentar un comportamiento priónico, que están implicadas en fenómenos de adaptación al ambiente a largo plazo. Generan, así, un tipo de memoria conformacional de las condiciones ambientales, transmisible de generación en generación.

En los últimos años del siglo XX, se ha visto que muchas proteínas de eucariotas exhiben una porción mayor o menor de estructura desordenada, son las denominadas proteínas intrínsecamente desordenadas o desestructuradas (IDP o IUP) que pueden adquirir una estructura terciaria estable cuando se unen de forma poco específica a diversos ligandos, que van desde pequeñas a grandes moléculas, como, por ejemplo, otras proteínas o ácidos nucleicos. Así, se supedita la estructura a las posibles funciones previas (la interacción con uno de varios ligandos posibles) o a procesos adaptativos frente a cambios ambientales, produciendo una información biológica conformacional. Esta también puede establecerse –en coherencia con un medio ambiente mantenido– como un tipo de herencia conformacional. Conviene subrayar la importancia funcional de las IDP, ya que intervienen como reguladoras en procesos celulares clave, tales como transcripción, traducción, transducción de señales y ciclo celular; así como en muchos procesos de adaptación molecular.

Las IDP no presentan un núcleo (core) hidrofóbico; y en ellas, además, predominan los aminoácidos hidrofílicos sobre los hidrofóbicos, lo que facilita la unión con diferentes ligandos, mediante ajuste inducido, en entornos acuosos. Las IDP reconocen a su ligando en un proceso de coplegamiento o plegamiento sinérgico. Este proceso presentaría una analogía estructural con los intermediarios de plegamiento de las proteínas globulares, que van desde el estado desplegado de ovillo al azar al plegamiento globular, pasando por el glóbulo prefundido y fundido (molten globule). Por todo ello, es posible que su funcionalidad en la célula precise del concurso de otras proteínas (como las HSP-chaperones y los conformones) que poseen tanto alguna región desestructurada como un potente núcleo hidrofóbico (core), que les proporciona estabilidad y capacidad de modificar a otras proteínas. Esta acción conjunta de los tres tipos de proteínas puede estar implicada en los principales procesos celulares y etapas biológicas, desde el origen de la vida, es decir: en la ontogenia, en la filogenia y en la fisiología celular. En la etapa prebiótica (anterior al código genético), pudo establecerse una relación de coevolución molecular entre los conformones y los proteinoides desordenados primitivos. El posible fruto de esa relación sería la selección pregenética de las características propias o esenciales de los dominios funcionales y estructurales de las principales familias proteicas (los primeros DIBE). Estos se definen tanto por sus núcleos hidrofóbicos –que determinan sus conformaciones de empaquetamiento– como por sus periferias hidrofílicas, que determinan fundamentalmente la especificidad, esto es, la capacidad de unión a ligandos específicos. Por poner un ejemplo, que ya hemos visto anteriormente, en la superfamilia de las inmunoglobulinas todos los anticuerpos tienen la misma estructura básica en sus dominios, pero los dominios variables portan unos lazos hipervariables que constituyen las tres regiones determinantes de la complementariedad (CDR 1, 2 y 3), y estas sufren cambios en el transcurso de la respuesta primaria a la secundaria frente al antígeno, de los que resulta una maduración de la afinidad. Se pasa, así, de un mecanismo de ajuste inducido a otro de llave-cerradura.

Este mecanismo pregenético de información y herencia conformacional de las proteínas pudo evolucionar conjuntamente, en la etapa prebiótica, con la información conformacional del ARN, y como resultado de esta coevolución se formó el código genético. Así, en este modelo proteocéntrico, la primera célula tendría una naturaleza esencialmente eucariota, básicamente una arquea similar a un núcleo, con un metabolismo elemental limitado a la producción de proteínas y una fisiología centrada en el tránsito de información externa, de la membrana celular al núcleo (rutas de transducción de señales), y de respuesta adaptativa interna, del núcleo a la membrana celular. En el inicio y en el final de ambas rutas informativas debe estar presente la triada formada por IDP, HSP-chaperones y conformones. En este sentido, parece que tanto los priones-conformones como las IDP están solo, o principalmente, presentes en los eucariotas, lo que reforzaría esta hipótesis. Además, este flujo de información entre el primordio de célula eucariota (que denomino protocariota) y el medio externo, iría reforzado por una continua y contingente producción de vesículas de exocitosis semejantes a los actuales exosomas (cargadas, al azar, de proteínas y ácidos nucleicos) que, sin propósito alguno, colonizarían el medio exterior, e interiorizarían y seleccionarían partes de su metabolismo mineral abiótico. Muchas de estas vesículas estarían abocadas a volver, por endocitosis, a las células protocariotas. De esta manera, se iría haciendo, lentamente y de forma exógena, el metabolismo energético. Así, en este modelo proteocéntrico –con este continuo baile de exocitosis y endocitosis– se formarían tanto los eucariotas como todos los acariotas (entidades sin núcleo definido): el resto de las arqueas, las bacterias y los virus.  En este sentido, resulta interesante el que las regiones desestructuradas (características de eucariotas) no tengan actividad enzimática. Las enzimas específicas pudieron formarse, en la etapa genética, aumentando paulatinamente la afinidad desde reconocimientos de ajuste inducido a mecanismos del tipo llave-cerradura. Además, en el interior de las vesículas de exocitosis, tanto el material genético como las proteínas resultantes –ambos producidos de forma contingente, y necesaria, por la maquinaria nuclear que había iniciado su andadura– pueden seleccionarse, sin problemas de coherencia funcional, en su encuentro con el premetabolismo mineral exterior. Algunas de estas vesículas alcanzarían la vida libre como acariotas, y otras volverían por endocitosis a la célula protocariota, proporcionando, así, los nutrientes necesarios. En algunos casos, se podrían establecer relaciones de endosimbiosis, integrando, así, el metabolismo exógeno conquistado. Es muy probable que se estableciese una línea evolutiva de endosimbiosis que, en vez de ser un hecho puntual, puede continuar actualmente en determinados ambientes. Así, el inicio del metabolismo energético eucariota sería por integración funcional, en una línea evolutiva de endosimbiosis sucesivas, de un metabolismo acariota exógeno.

Por otra parte, en apoyo de este modelo de adaptación pregenética –basado en la plasticidad conformacional de IDP, HSP-chaperones y conformones– está que las IDP suelen estar en el centro de redes proteícas que conectan rutas reguladoras y de señalización celular. Esto resulta coherente con la hipótesis planteada que las situaría (junto con los otros dos elementos de la triada) en el comienzo y en el fin de las rutas informativas, de la membrana al núcleo y viceversa. En este modelo general de la adaptación de las proteínas al medio –como hemos visto en la maduración de los anticuerpos–, las proteínas más plásticas estarían en los extremos de las rutas (principio y final), y las menos plásticas hacia el centro. Lógicamente, en el caso de que las rutas se entrelacen formando redes, el punto de conexión coincide con los extremos previos. El crecimiento, la evolución de estas rutas, sería orgánico (por intususcepción) desde los extremos hacia el centro, mediante duplicación génica y la consiguiente modificación mejorada del gen de la proteína anterior por selección conformacional. Es posible que, en general, se vaya pasando desde los extremos, más plásticos, hacia el centro, más específico, cambiando reconocimientos del tipo ajuste inducido por otros tipo llave-cerradura, con aumento de la afinidad. Igualmente, muchas rutas de transducción de señales son idénticas en su parte central y sólo varían en el inicio y en el final, con proteínas más plásticas, sobre todo en las que se sitúan en la membrana celular enfrentándose con los cambios del medio exterior. El cambio genético –por el que se puede pasar de la plasticidad proteica del ajuste inducido al reconocimiento tipo llave-cerradura– no puede ser tan rápido en la evolución en general como lo es en la producción de anticuerpos. Además de que el sistema inmunitario posee un sistema muy sofisticado y singular de generación de diversidad para el reconocimiento antigénico, los anticuerpos son proteínas que circulan libremente por los humores del organismo, y en las que los cambios que afectan a sus regiones hipervariables solo están implicados en la unión al antígeno, y no a su integración en complejos multiproteicos.

La evolución del común de las proteínas es más lenta y coherente con la funcionalidad general del sistema en el que estén integradas. En este sentido, ante las nuevas exigencias funcionales, las proteínas tensionarán su plasticidad conformacional al máximo –y, con la participación de las HSP-chaperones, incluso evitaran la manifestación fenotípica de algunas mutaciones favorables a esa nueva tendencia estructural–, hasta que, en algún momento de estrés importante, las HSP-chaperones liberen los fenotipos proteicos (productos de las mutaciones acumuladas), que, así, serán seleccionados por la coherencia funcional del conjunto. Por otra parte, las IDP intervienen en muchas funciones de evidente implicación epigenética: metilaciones, acetilaciones, glicosilaciones, fosforilaciones, factores de transcripción, regulación de la transcripción y traducción, histonas, aminoacil-ARNt sintetasas, ensamblaje de grandes complejos proteicos, ribosoma, citoesqueleto, etc. Los polipéptidos desestructurados actúan como chaperones y proteínas HSP, y también forman parte de esta familia de proteínas, lo cual confirmaría la relación funcional ancestral de las HSP-chaperones con las IDP y priones-conformones; por lo que es probable que las HSP-chaperones surgieran como una familia proteica con características funcionales y estructurales intermedias entre las otras dos.

Las IDP parecen ser más ubicuas en la fisiología celular que los conformones. Al contrario de lo que suele ser el razonamiento habitual, esto no implica necesariamente una antigüedad mayor de las IDP, sino que las propiedades de las IDP constituyen la esencia de la especificidad proteica y de la adaptación al medio, sobre la base de la plasticidad de unión a múltiples ligandos. Esta plasticidad de unión descansa sobre los abundantes residuos hidrofílicos de estas proteínas. Por su parte, los conformones tendrían un papel fundamental en el origen de la vida como selectores y propagadores de información conformacional, merced a su núcleo hidrofóbico. Este papel es fundamental en el establecimiento de las principales familias proteicas, definidas por su conformación de plegamiento. Las IDP estarían implicadas en el establecimiento de las diferentes funciones específicas de estas familias.

En cualquier caso, convendría realizar una jerarquía de las proteínas por su ubicación, plasticidad y funcionalidad; es decir, habría que establecer una filogenia funcional-estructural de los principales sistemas y subsistemas de la célula eucariota, teniendo en cuenta las proteínas más plásticas y multifuncionales primero y las más específicas después; en el supuesto de que las proteínas más plásticas estarán en el inicio funcional de cada sistema en la ontogénesis, en la filogénesis y en la fisiología. Así, en las células, las proteínas más plásticas estarán en la membrana –en interacción con el medio–, y las rutas que llevan información hacia el núcleo (segundos mensajeros y transducción de señales; rutas epigenéticas...) estarán automatizadas y serán universales. Solo variará la entrada de información del exterior y la llegada de información al efector final de la ruta interior.

 

¿Contingencia o teleología?

En algunos capítulos de este libro, hemos visto la diferente forma de enfrentarse al problema de la teleología que tienen personajes legendarios como Jacob y Monod: dos científicos unidos por el trabajo experimental –que les valió el Premio Nobel–, pero también ambos con ideología marxista e implicados en una dura y arriesgada lucha en la resistencia francesa contra la invasión nazi. Siempre me ha sorprendido que en sus dos principales libros (ambos de 1970, y citados en la bibliografía de este texto) no se mencionen en sus respectivas interpretaciones sobre la filosofía de la naturaleza viva. Son curiosas las derivas intelectuales, pero Jacob con una terminología menos alambicada que la de Monod, aun centrado en el programa genético, se abre a ciertas consideraciones frente al reduccionismo molecular: la evolución chapucera a partir de estructuras previas, el papel del medioambiente, la integración creciente y la contingencia. Respecto a este concepto, en la última página de su libro La lógica de lo viviente, nos dice:

La unidad de explicación se sustenta hoy en la contingencia. En los organismos, sin embargo, los efectos del azar se compensan inmediatamente por las necesidades de la adaptación, de la reproducción, de la selección natural, lo que conduce a una paradoja. En el mundo inanimado puede predecirse estadísticamente con precisión el azar de los sucesos. En los seres vivos, por el contrario, indisolublemente ligados a una historia que desconocemos en sus detalles, las desviaciones introducidas por la selección natural impiden toda predicción. ¿Cómo puede preverse la aparición y expansión de ciertas formas vivas y no otras? ¿Cómo predecir el final precipitado de los grandes reptiles de la era secundaria y el triunfo inminente de los mamíferos? (JACOB, 2014.)

Mientras escribía este y otros post anteriores –y dándole vueltas a prioridades y antónimos– me asaltaba con frecuencia la paradoja acerca del carácter necesario de la vida –como nivel de integración material en determinados rincones del universo que reúnan ciertas condiciones (probabilidad uno)– frente a la posibilidad contingente, altamente improbable (probabilidad casi cero), pero real, de cada ser vivo de los que poblamos la Tierra en algún momento, con una configuración de información material única. Poco a poco, esta paradoja fue adquiriendo importancia porque en ella cristalizaba el meollo del problema relativo al origen, naturaleza y evolución de la vida. En mi mente aparecían dos escenarios posibles con el mismo final: la realidad que conocemos. Ambas escenas partían de los estados iniciales del Big Bang –un universo naciente de altísima temperatura y densidad material que, según se iba enfriando, propiciaba las interacciones entre partículas con integración creciente– y, como en una película acelerada, desde ese minúsculo plasma primordial estallaba una tormenta de luces y formas hasta aparecer el universo actual, con nuestro sistema solar y la vida en la Tierra. Pero, ¿cómo ha sido el proceso de evolución cósmica para llegar a esta realidad? ¿Qué modelo evolutivo nos permitiría entender mejor el proceso del surgimiento de la vida terrestre?

En el paradigma actual, magistralmente plasmado en el libro de Monod El azar y la necesidad, el juego del azar conduce a un acierto en la ruleta cósmica –lo que lógicamente (incluso, podríamos decir teleológicamente) supone una existencia previa y una fórmula o clave informativa que acertar–; seguido de una información secuencial, o mensaje invariante que nos lleva a unas estructuras y performances teleonómicas, consideradas más un logro o ejecución conseguida que una función. Estas estructuras y performances acertadas logran satisfacer las necesidades vitales, también finalistas. Aquí la prioridad o precedencia es: invariancia reproductiva, estructuras y performances teleonómicas.

Por el contrario, en el modelo de la necesidad y la contingencia, aquí expuesto, la evolución cósmica aparece como resultado de las incesantes interacciones de la materia y la energía que se inician en el Big Bang y, en algunos rincones, dibujan la vida como una estela. Aquí, la necesidad es primero imperativa –atendiendo a la causalidad de las interacciones materiales, según las leyes naturales implicadas– y luego funcional, por la selección medioambiental contingente de las estructuras informativas que resultan de las interacciones. Estas estructuras propenden a la integración y combinación formando organismos y dominios de información biológica estructural (DIBE). En este modelo la prioridad es: necesidad imperativa, selección contingente funcional, dominios de información biológica estructural.

Si lo contrario de lo contingente es lo necesario, ¿sería la teleología, en su consideración de finalidad necesaria universal, lo contrario de la contingencia? Como ya vimos en el apartado En el principio fue la acción del capítulo 8, los dos modelos aquí expuestos pueden ilustrarse con un experimento mental. Al igual que hicimos cuando intentamos visualizar la explosión de materia desde el Big Bang hasta la realidad actual, imaginemos una escena a partir de nuestros monos ancestrales, y con ellos intentemos recrear dos posibles maneras de llegar a escribir todos los libros producidos por la humanidad. Teniendo como referencia lo escrito en el capítulo 8, recordemos que en el modelo del azar dispondríamos de muchos monos aporreando teclas de ordenadores para producir escritos… los monos pueden seguir escribiendo en el mismo ordenador sobre el mismo escrito, o en otros ordenadores con nuevos textos… es difícil calcular cuánto tiempo necesitarían los monos en conseguirlo, pero podemos aventurar que mucho. Por el contrario, el modelo de la contingencia es compatible con el de la evolución de los homínidos a los humanos, con la adquisición del lenguaje y la consiguiente cerebralización, la conquista del medio humano social y la evolución cultural con todos los avances en la comunicación escrita… y todas las contingencias históricas que han llevado a Homero, Cervantes, Darwin… y a todos y cada uno de los autores que han escrito el acervo de libros atesorados por la humanidad, en muy poco tiempo, sin determinismo ni propósito alguno. Todos los escritores y sus obras, pero también todos los humanos y sus particulares historias, aún más, todos los seres vivos que han existido en el planeta Tierra son contingentes: posibles, pero no necesarios; tan posibles e innecesarios como los que resultarían de otras infinitas combinaciones de genes e interacciones desde el origen de la vida… cada individuo con una probabilidad cero de existir en un planeta donde las condiciones fisicoquímicas conceden una probabilidad uno a la vida.

En el Cosmos infinito se pueden dar todas las contingencias posibles, pero no todas a la vez.

 

BIBLIOGRAFÍA

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